Primerísimo actor catalán de teatro, cine y televisión, guionista y dramaturgo, obteniendo los más importantes premios nacionales e internacionales.
25 AÑOS DEL CELCIT
No hace mucho apareció una pintada en el Buenos Aires de la enésima crisis: “Basta de hechos, queremos promesas”. No encuentro una forma más elegante de reprocharle a la clase política su inoperante cinismo catastrofista, ni una oración que mejor se acomode a la esencia del teatro.
El teatro niega los hechos y obsequia, a cambio, con ideas que se detienen en el umbral de lo posible; nadie espera que lo que sucede en un escenario sea de verdad y, sin embargo, la emoción de lo real se comparte con tal vehemencia entre oficiantes y espectadores que al final nos perdonaremos los unos a los otros el tamaño de la impostura. El teatro nunca forzó la voluntad de un pueblo; en el mejor de los casos, reflejó sus aspiraciones.
El CELCIT: Un exilio convertido en patria
Durante veinticinco años, el CELCIT ha trabajado en la relación cultural entre los pueblos, ciñéndose en un principio al ámbito iberoamericano, una zona que, en un momento u otro, en una u otra orilla, ha cojeado en materia de libertad y de derechos. Muchos de sus componentes iniciaron esta experiencia estando en el exilio y, a lo largo de estos años, el CELCIT ha cobijado al teatro de estos países como a un exiliado más. Un exiliado que encuentra su patria.
Mi historia con el CELCIT
Mi relación con el CELCIT empezó en el 86, a raíz del Primer Festival Iberoamericano de Cádiz. Presentaba allí “La tigresa y otras historias”, un montaje sobre monólogos de Dario Fo. Asistí acompañado de mi director José Antonio Ortega, y aterricé absolutamente despistado y asombrado en un enjambre de espectáculos, debates, exposiciones y discusiones. Nunca imaginé el impacto que la representación provocaría en el festival.
“La tigresa…” se había estrenado tres años antes y había tenido éxito, bastante éxito, pero para el momento político que se vivía en España, reciente la victoria del partido socialista, a cinco años de la última mamarrachada involucionista, el mensaje de Dario Fo, su posicionamiento, empañaba el entusiasmo de cierto sector de la crítica y del público, ocupados como estábamos todos por aquel entonces en desterrar la memoria y terminar de una vez por todas con la Transición. La comicidad de Fo funcionaba estupendamente, pero su mensaje político se consideraba redundante y posiblemente de mal gusto.
Un encuentro con el verdadero público
La reacción en el Festival y en las posteriores giras por los escenarios latinoamericanos me confirmaron que el espectáculo se había encontrado por fin con su público. Y lo más asombroso y feliz: espectáculo y actor se habían descubierto mutuamente. No era tanto por el éxito —una razón que suele pesar en el aprecio de los actores—, sino el compartir una misma sensibilidad.
Había mucho de esta relación, con el público, con los profesionales y, sobre todo, con los anfitriones, la gente del CELCIT, que me remitía a mi descubrimiento del teatro. Allá, en la época gloriosa de los montajes del teatro independiente, como espectador me sentí absolutamente gratificado con la valentía, la pasión y la contundencia de los artistas, y esto me decidió a probar suerte en los escenarios.
Y al cabo de unos años, por fin reencontraba estas sensaciones, con el matiz de que yo estaba del otro lado del espejo: yo era uno de ellos. Interpretar fue siempre mi vocación, pero la utilidad del teatro era algo que nunca tuve claro hasta entonces, y es algo a lo que no puedo renunciar desde entonces.
CELCIT, el teatro como un compromiso
A través del CELCIT he dado funciones, he impartido cursos, he ido intimando con la gente, con mi gente, y he acabado de afinar en el conocimiento de los idiomas que habla una simple representación teatral. En el caso latinoamericano, el de la abnegación.
Abundando en ese graffiti aparecido en Buenos Aires, el CELCIT ha negado continuamente la realidad de nuestro entorno para trabajar en pos de la promesa. En estos veinticinco años, este empecinamiento ha sido necesario. En los muchos que le quedan por delante, me temo que será imprescindible.